
En un pequeño pueblo, en una casa vieja y crujiente, vivía un niño llamado Matías. Desde que era muy pequeño, Matías tenía un ojo vago que se desviaba ligeramente hacia un lado, dándole una apariencia extraña, como si siempre mirara algo oculto en las sombras. Esto lo convirtió en el blanco de burlas en la escuela, pero no era eso lo que más le preocupaba. No, el verdadero miedo de Matías era la oscuridad.
Cada noche, cuando su madre apagaba la luz y cerraba la puerta de su habitación, Matías sentía que algo lo observaba. Su ojo vago, el que parecía tener vida propia, se enfocaba en un rincón oscuro, aquel que las luces nunca lograban iluminar por completo. Al principio, pensaba que solo era su imaginación, que eran los fantasmas que los otros niños mencionaban para asustarlo. Pero pronto se dio cuenta de que había algo más.
Una noche, mientras se acurrucaba bajo las sábanas, escuchó un susurro. Era un sonido suave, apenas perceptible, como el murmullo del viento en los árboles. Pero ese murmullo no provenía de la ventana, sino de ese rincón oscuro. Matías se quedó inmóvil, con los ojos fijos en la negrura. Sabía que algo lo miraba, algo que solo su ojo vago podía ver.
Las noches siguientes, el susurro se volvió más fuerte, y a veces, incluso, sentía cómo algo rozaba el borde de su cama. Matías intentaba contarle a su madre, pero ella solo sonreía y le decía que no había nada que temer, que los monstruos no existían. Pero él sabía que estaba ahí, que lo estaba esperando.
Una noche, decidió encender una linterna y apuntarla hacia el rincón. Al principio, solo vio sombras, pero de repente, algo se movió. Era una figura delgada, que parecía estirarse como un fideo al sentirse descubierta. Matías dejó escapar un grito, pero cuando su madre llegó, no encontró nada más que la luz de la linterna apuntando a una esquina vacía.
Esa misma noche, Matías soñó con un lugar oscuro, tan profundo que sentía que lo devoraba. En ese lugar, vio muchas figuras, todas delgadas y retorcidas, como ramas secas. Y en el centro de ellas, estaba la sombra que había visto en su habitación, susurrándole algo que no lograba entender. Despertó empapado en sudor, y su ojo vago seguía fijo en el rincón oscuro, aun cuando el resto de su cuerpo temblaba de miedo.
Las noches pasaron, y Matías se volvió más y más pálido. Nadie entendía qué le sucedía, pero cada vez que la luz se apagaba, él se estremecía y su ojo vago se fijaba en esa esquina, como si tuviera una vida propia, como si estuviera atrapado entre este mundo y otro. Un mundo donde las sombras susurraban secretos que solo él podía oír.